La historia de las comunidades sedentarias del México antiguo en el primer milenio de nuestra era está marcada por la diversidad. Esa diversidad es evidente cuando se comparan los rasgos culturales de sus diferentes regiones. En el centro de México, por ejemplo, la agricultura de riego fue una práctica relativamente común en el Clásico (100/250-650/900 d. C.); de hecho, lo fue desde épocas tempranas en la región de Tehuacán y en los valles de Oaxaca desde el Preclásico. Sin embargo, en el área maya ese tipo de agricultura fue casi inexistente; ahí, mucho más común fue la agricultura en «campos levantados», que se llevaba a cabo en las planicies de inundación de algunos de sus ríos, similares en principio a las chinampas del Posclásico de la Cuenca de México. Lo mismo sucede cuando se comparan proyectos arquitectónicos: a los grandes basamentos sin templos de mampostería, frecuentes en Teotihuacán, se oponen las construcciones igualmente masivas coronadas por templos con altas cresterías; los techos planos de los cuartos teotihuacanos contrastan con las largas crujías cubiertas con bóveda maya (llamadas «en saledizo»); a los edificios decorados con grandes mascarones de estuco a ambos lados de la escalera principal de los edificios mayas se oponen los largos tableros y taludes estucados y pintados. La lista de diferencias es interminable, se encuentran no sólo en la tecnología aplicada en producir alimentos y en los espacios construidos; también se expresan en el patrón de asentamiento así como en los símbolos que dan cuenta de su historia, sus formas de organización y su cosmovisión.
Sin embargo, en su afán por dar a esa historia mayor coherencia y, sin duda, de simplificarla, muchos arqueólogos han desdeñado tal diversidad y, en su lugar, han resaltado lo común en los pueblos que poblaron el México antiguo. El término que han utilizado para el espacio en que se habría desarrollado esa aparente homogeneidad es el de Mesoamérica. Bajo este término se han agrupado todas las comunidades de agricultores sedentarios que compartieron prácticas comunes en la explotación del medio ambiente y el cultivo del maíz, el frijol y la calabaza; una misma cosmovisión; las mismas prácticas religiosas, y una misma cultura material con variantes regionales. En el Posclásico, el espacio compartido por estas comunidades incluiría, en general, todo el territorio comprendido entre la frontera norte marcada por los ríos Lerma y Moctezuma y una línea que pasaría por el Río Motagua en Guatemala y el Golfo de Nicoya en Costa Rica. En el Clásico, esa área habría sufrido una expansión considerable hacia el norte.
Así, se ha creado la idea de que todos esos pueblos compartieron una historia común y no sólo en fechas próximas a la llegada de los españoles, sino también en el Clásico y, quizá, en fechas aún más tempranas. De ahí —se argumenta— los rasgos compartidos.
Adoptar ese término al construir las historias particulares de las comunidades agrícolas del México antiguo implica, antes que nada, asumir la necesidad de recurrir a Mesoamérica, como totalidad inevitable, para explicarlas. Implica, adicionalmente, reconocer que esa totalidad se configura a partir de unos cuantos focos de desarrollo regional y, sobre todo, desde una especie de emisor central que da coherencia al todo. Ha sido tarea de esos arqueólogos definir e interpretar la dispersión de los rasgos comunes que dan sentido a esa historia compartida y encontrar, para los periodos mayores en que esa historia se ha dividido, los límites de la dispersión, límites que, básicamente, no son sino las sucesivas fronteras entre sedentarios y nómadas.
De esta manera, se ha acuñado la idea de que, a partir de las primeras fases de la vida sedentaria en este territorio, surgieron focos preeminentes desde los cuales se difundieron nuevas tecnologías, formas novedosas de organización social y política, códigos distintos de expresión plástica e ideas originales sobre el mundo de los fenómenos naturales y los dioses. Así habría sido el área nuclear olmeca en su momento, lo sería el centro de México en el llamado Clásico (100/250-650/900 d. C.) y de ese modo se expresaría finalmente en la tradición tolteca-mexica del último periodo de esa historia antigua.
Para el proceso que arranca hacia el comienzo de nuestra era, es decir para el Clásico, tal propuesta ha generado, por sí misma, una historia centrada en la Cuenca de México. Esa visión centralista se ha mantenido como tendencia en el análisis de todo el devenir prehispánico posterior y, de hecho, ha dado cuerpo a la idea que tenemos de la Conquista de México como una historia que concluye con la caída de Tenochtitlan, cuando en realidad buen número de las regiones mesoamericanas resistieron por muchos años más; los mayas, por ejemplo, no acabaron de ser sometidos hasta casi dos siglos después.
Para el primer milenio de nuestra era, el «ancla» habría sido Teotihuacán: según esa tesis, todo se habría movido a su alrededor. Muchos arqueólogos que han trabajado otros sitios de ese periodo, consideran que la aparición y desarrollo teotihuacanos constituyen el referente que explica lo esencial de la historia de sus sitios; por ello se empeñan en encontrar la inserción en el sistema teotihuacano de los lugares que estudian; y por ello, también, ven la «caída» de Teotihuacán como punto de arranque de un nuevo comienzo, de una profunda reconfiguración de la vida de los pueblos que integraban el México antiguo.
Tal tipo de enfoque, basado en una historia enraizada en Teotihuacán, oculta o minimiza el rasgo principal de ese primer milenio: la diversidad en la que se desenvolvió. Entre otras cosas, coloca en un plano inferior el análisis de los factores internos de la dinámica social de las comunidades prehispánicas; hace tabla rasa de las diferencias ambientales que fijaron los límites dentro de los cuales se desarrollaron; desdeña las relaciones entre los que están dentro y los que quedan fuera del espacio mesoamericano, lo que implica abandonar el campo fértil de los estudios de frontera, y elimina, por supuestamente inútil, toda consideración de tipo coyuntural que podría explicar las respuestas de esas comunidades a los retos que enfrentaron. Por ello, en este texto se utiliza el término Mesoamérica para designar un espacio geográfico ocupado por agricultores plenamente desarrollados, mas no para dar cuenta de un área o superárea cultural, poblada por comunidades unidas por una historia común.
El Clásico se ha visto, antes que nada, como un periodo de florecimiento cultural. Esta tesis es, de hecho, la que justificaría la utilización utilización —sin duda desafortunada, aunque también difícil de eludir— del término «clásico» para designar el lapso que abarca, en términos generales, la historia de las sociedades agrícolas prehispánicas durante el primer milenio de nuestra era. Conlleva la idea de un «» que sería el periodo de desarrollo de los factores que dieron cuerpo a las sociedades «más evolucionadas» posteriores. Conlleva también la idea de un «posclásico» de declinación de los valores alcanzados previamente o, en otras presentaciones, de un retroceso superado tan sólo por las sociedades más tardías, en particular por la mexica.
Durante el surgieron en esta región los primeros grandes centros de población y, hacia finales de ese periodo (300 a. C.-200 d. C.), Monte Albán, con una población en alrededor de 15 000 habitantes y dotada de construcciones de una arquitectura compleja, se convirtió en el centro de integración y, quizá, en el centro de poder de una red de asentamientos relativamente próximos y de rango inferior del Valle de Oaxaca. Junto a la jerarquización de estos asentamientos, apareció en ese mismo sitio una fuerte diferenciación social, manifiesta sobre todo en la construcción de tumbas muy elaboradas.
El adelanto tecnológico alcanzado en el Valle de Oaxaca durante el Preclásico es notable. Se aprecia no sólo en las construcciones de Monte Albán, sino también en la aplicación de técnicas agrícolas: en esos tiempos, y como parte de un desarrollo que arranca de épocas muy tempranas, con la presa Purrón (próxima a Tehuacán), en el Valle de Oaxaca aparecen terrazas y riego por canalización (notoriamente en Hierve el Agua) que se añaden a la práctica de «riego por braceo» que todavía se realiza en los fondos del valle. Junto al conocimiento adquirido sobre fenómenos astronómicos, hay que considerar el de los registros calendáricos: un monumento encontrado en San José Mogote con la inscripción «1 Movimiento» evidencia el manejo del calendario ritual de 260 días en esa época.
Hacia finales de este periodo (350 a. C.-250 d. C.) apareció en el área maya una arquitectura monumental de dimensiones sorprendentes. Los casos de El Mirador y Nakbé en el Petén, Lamanái en Belice y Kinichná en México son los mejores exponentes de este tipo de proyecto constructivo.
La Pirámide del Sol, en Teotihuacán, cuya altura total es de 64 metros, es de la misma época; su diseño no tiene, sin embargo, la misma complejidad de los ejemplos mayas, que en esa época son con frecuencia construcciones con basamentos revestidos de sillares cuidadosamente labrados, con grandes mascarones de estuco como decoración y que llevan por remate un conjunto de tres templos repartidos en dos niveles, proyecto que se conoce como «triádico», el cual podría simbolizar las tres piedras que hicieron posible levantar el cielo sobre el mar primigenio del mito de creación que mencionan varios textos del Clásico maya. En esa época aparecen también los muros en voladizo que forman el llamado «arco maya», elemento distintivo de la arquitectura maya, ausente con contadas excepciones en el resto del territorio mesoamericano.
La construcción de estos grandes edificios fue posible gracias a la existencia de centros de población de gran tamaño y con una organización capaz de llevar a cabo obras monumentales que incluían, por cierto, el drenado de extensas zonas inundables.
Junto con este crecimiento demográfico, aparecieron profundas diferencias sociales como resultado de la aparición de artesanos y comerciantes, y sobre todo de especialistas en la planeación y organización de la fuerza de trabajo y el culto.
Para esa época ya se habían construido en el área maya las primeras canchas para el juego de pelota —estrechamente relacionadas con los mitos mayas de fundación—, así como los primeros conjuntos arquitectónicos que evidencian un marcado interés por los ciclos astrales.
Mucho se ha especulado sobre el interés de los mayas en el movimiento de los cuerpos celestes y el tiempo de sus ciclos; se ha propuesto como razón la necesidad de contar con un calendario de actividades que permitiera a los sacerdotes dar a conocer los tiempos del ciclo agrícola, en especial del momento de la siembra; se ha mencionado también la necesidad de contar con un calendario que asegurara que quienes estaban interesados en intercambiar sus mercancías convergieran en el punto de encuentro en la fecha acordada (especialmente importante si los intercambios no se realizaban en mercados tradicionales, como parece ser el caso de los mayas del norte de Yucatán, sino con traficantes que se desplazaban continuamente). Lo que parece indudable es que ese calendario marcaba fechas de celebraciones que debían cumplirse estrictamente y que no tenían que ver con actividades mundanas: la fecha de celebración del inicio del ciclo agrícola no tenía por qué coincidir con el de la siembra que cada campesino elegía según su criterio y experiencia. Situación diferente se habría aplicado a las fechas que se consideraban propicias para el inicio de la guerra.
En esas mismas fechas tempranas aparecieron, asimismo, los primeros textos jeroglíficos. Se trata de una escritura en la que los signos pueden expresar palabras completas o sonidos de sílabas, es decir fonemas. Esta última particularidad hace de la escritura maya un caso especial en Mesoamérica, sólo parcialmente igualado por los nahuas del centro de México más de un milenio después.
A todo lo largo de la historia de las comunidades sedentarias del México antiguo existió un comercio importante, sobre todo de bienes duraderos: concretamente, materias primas y artefactos terminados que se utilizaban en procesos de trabajo, en la guerra y en el ritual. Dadas las limitantes en el transporte que existieron en Mesoamérica por ausencia de animales de carga y de tiro, y de vehículos con ruedas, el flujo de alimentos fue notable sólo en aquellos casos en que los grandes centros urbanos impusieron cargas tributarias a las comunidades bajo su dominio, en particular a las poblaciones vecinas. Tal sería el caso de Tenochtitlan en el Posclásico, pero seguramente también el de Teotihuacán, Monte Albán y las grandes ciudades del área maya en el Clásico. Para estos otros casos, sin embargo, en ausencia de fuentes que mencionen las cargas tributarias —como sucede, por ejemplo, con la descripción detallada que se encuentra en el Códice Mendocino de los tributos que entraban a Tenochtitlan—, la lista de materiales sobre la que se puede especular es breve: se trata fundamentalmente de bienes de prestigio hallados en ofrendas, así como desechos producidos en talleres y en las operaciones de mantenimiento y aprovechamiento de los artefactos. En primer lugar, están la obsidiana y la jadeíta, pero no son los únicos materiales que circularon profusamente: en épocas tempranas habría que destacar la magnetita, utilizada en espejos de mineral de hierro; en épocas tardías, el cobre y el bronce, así como el oro y la aleación de oro y cobre conocida como tumbaga; en todo momento circularon también las vasijas de cerámica, el pedernal, los metates —en especial los de calizas finas y rocas metamórficas— y una gama muy amplia de objetos de procedencia marina: conchas, coral, espinas de mantarraya utilizadas en el autosacrificio, dientes de tiburón y, con ellos, un bien de consumo básico: la sal.
Los arqueólogos consideran el Clásico como el periodo de la aparición del Estado, entendido como una forma de organización sociopolítica de un nivel de complejidad superior al de las sociedades estratificadas de épocas anteriores.
En su forma desarrollada, las entidades políticas conocidas como «estados» aparecieron en un contexto de enfrentamiento de grupos antagónicos: el Estado resolvió el conflicto en favor de uno de ellos. Esos grupos se diferenciaban por su posición con respecto a la reproducción del sistema social. El control más efectivo fue el derivado de una forma de relación particular con los medios de producción: el de la propiedad privada, pero pudieron haberse dado otras formas de control y explotación de la fuerza de trabajo. Lo que sí fue una constante es que, ya constituido el Estado, el grupo dominante monopolizara la fuerza pública y la empleara a fin de mantener el sistema operando a su favor. Tal definición lleva a preguntar, entre otras cosas, cuáles fueron los mecanismos con los que, en una sociedad prehispánica particular, la élite extraía trabajo y bienes de la base social más allá de los que la sociedad en su totalidad requería para su operación, excedentes que esa élite aprovechaba para reforzar su presencia y distanciarse progresivamente de esa base social. Con toda la información escrita durante la Colonia sobre los mexicas, es muy difícil decir si existía en esa sociedad un Estado en los términos mencionados.
Más allá de los cambios frecuentes en el registro arqueológico que señalan la aparición de nuevos tipos cerámicos y estilos arquitectónicos, lo mismo que formas nuevas de organización de los espacios construidos y fluctuaciones demográficas —todos ellos indicadores de ajustes tecnológicos, movimientos migratorios, conquistas o el establecimiento de nuevas redes de comercio—, existen en la historia del Clásico mesoamericano transformaciones que se han visto como verdaderas catástrofes. De ellas destacan dos: la «caída» de Teotihuacán y el colapso del Clásico maya. A pesar de ser acontecimientos que se han estudiado desde hace muchos años, aún no hay consenso sobre sus causas, ni siquiera sobre la manera en que se produjeron.
Fuente: Nueva Historia Universal de México
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